En algún momento, todos hemos sentido que el mundo va demasiado rápido, que el tiempo no nos alcanza, que sabemos que tenemos que llegar a un lugar pero en el trayecto se nos olvida el propósito o el porqué de esa urgencia. Esta sensación no es subjetiva ni un mero invento. Una posible explicación requiere que retrocedamos al siglo 16 y 17, al siglo de la revolución científica. Antes que Copérnico, Galileo y Newton re-conceptualizasen las ramas de la geometría y de la física, vivíamos en el mundo de Aristóteles. Para Aristóteles, el mundo era un nuestro lugar, no sólo un espacio donde pasan cosas, si no el hogar que nos natural y donde las cosas pasan gracias a nuestra voluntad. En el mundo previo a la revolución científica, cada cosa estaba en el lugar que le correspondía, y cada ser tendía a ser su propia esencia: la roca a caer sobre la tierra dado su peso, los árboles crecer alto para alcanzar la luz, y los seres humanos a desarrollarse en comunidad política con otros. Todo ese esfuerzo, toda esa energía respondía a un sentido, a un propósito. De repente, a partir del siglo 16, dejamos de habitar un lugar para vivir en un espacio infinito, siempre en movimiento, en un eterno concierto planetario que nadie, ni Dios, puede parar. Este mundo que puso en movimiento la revolución científica nos montó en una máquina de correr, en la que sentimos que estamos avanzando, pagamos el costo del sudor y del cansancio de los X número de kilómetros recorridos, para darnos cuenta que seguimos parados en el mismo lugar donde empezamos, estáticos en nuestro ático pero aún deseosos de haber llegado a alguna parte. En el mundo de Aristóteles no corremos en máquinas automáticas, si no que salimos a hacer una caminata, sin necesidad de saber a dónde vamos.
10 enero 2022